La mayoría de edad en España se establece en los 18 años de edad. En mi caso, esta mayoría de edad (si puedo decir que algún día la alcancé) la representaron mis queridos 21 años. Con esa envidiable juventud, partí por primera vez de la comodidad y amor del hogar hacia una estancia de 9 meses en Praga, auténtica ciudad de cuento. El programa Erasmus (sin duda una de las mejores decisiones de mi vida) me ofreció la posibilidad de vivir en un lugar maravilloso, cargado de cultura, personas y ambiente festivo acordes a mi corta experiencia vital.

En esos 9 meses, aprendí un sinfín de cosas: aprendí a arreglármelas solo en el día a día, viajé mucho y pisé las calles y terrenos de otros lugares fantásticos, hice colegas de los 5 continentes, amplié mis experiencias amorosas y confirmé mi eterna inexperiencia en el terreno sentimental. Además, gané un pequeño gran grupo de amigos, de esos que perduran con el paso del tiempo y a los que brillan los ojos cada vez que uno tiene la suerte de tratar con otro. Sumado a todos estos tesoros, descubrí cuál era el secreto de la educación, a continuación os cuento cómo.

Todo comenzó una noche de enero, tras otro día de resaca de los que se acumulan en un Erasmus. Me dispuse a ver una gran película, sacando fuerzas para ponerme a pensar un poco y disfrutar más. Como amante de los musicales, amor nacido de la insuperablemente vitalista Singing in the Rain, decidí ver una película que me hiciese silbar, cantar y bailar sin moverme del sillón. Pese a su larga duración, tiré de clásico, recurso que pocas veces me suele fallar. Después de las 2 horas y cuarenta minutos de My Fair Lady me dije dos cosas: ya tengo segundo musical favorito y qué tridente el formado por William Wyler, Audrey Hepburn y Rex Harrison. Como tengo por costumbre tras visionar una película, me adentré en el universo de Google para buscar la película en Filmaffinity y en otros blogs de cine, con el objeto de aprender y reflexionar a base de nuevas impresiones. Con el mismo fin, me introduje en Youtube para contemplar aquel didáctico y desgraciadamente retirado programa de la segunda cadena de televisión española, el cual, reflejaba en su título el pensamiento que rondaba mi cabeza: ¡Qué grande es el cine!

El programa se inicia y Garci y sus colegas comienzan a desmontar la película. En su introducción, descubro que la película es una adaptación de una obra de teatro llamada Pigmalión, de George Bernard Shaw. Hasta ese momento y debido a mi cinefilia, el único Shaw que conocía era Robert Shaw, aquel actor que interpretaba al gángster malo de El Golpe o al rudo hombre de mar con desgraciado final del Tíburón de Spielberg. Por este motivo, rápidamente tecleé en mi ordenador Pigmalión y George Bernarnd Shaw. Descubrí de nuevo, para mi vergüenza y recalcado poco saber, dos cosas: el mito de Pigmalión y que este Shaw se trataba del dramaturgo británico más célebre tras Shakespeare.

Después, como pasa en la vida, en el saber y en Internet, una cosa llevó a la otra y terminé por encontrarme con las siguientes palabras del autor: No dejamos de jugar porque envejecemos; envejecemos porque dejamos de jugar. Tras leerlas, muestra de la satisfacción del que se topa con algo valioso, una gran sonrisa se dibujó en mi cara. Luego de volver a leer, detenerme y recrearme en las mismas palabras, la bombilla se encendió en mi cerebro. De repente lo vi claro, todo se resumía en el juego. Pensé que si tuviésemos que medir la calidad de nuestro nivel de vida y de nuestro nivel educativo, lo haríamos contando las veces en las que nos pusimos a jugar.

Antes no lo mencioné, pero la razón por la que me hallaba de Erasmus se debía a mi cuarto año de estudio del grado en Maestro de Educación Infantil. Era uno de los 5 chicos de una clase de más de 80 personas (cantidad masculina superior a la media en este grado). Pues bien, en los 3 años de estudio anteriores en la facultad, nunca fui consciente de la vital importancia del juego en la educación. No sé si esto se debía a mi apatía en el aula, a la apatía de los maestros o probablemente a una combinación de estos dos factores, pero lo cierto es que tras esos años universitarios, con sus tantas asignaturas y sus respectivos maestros, fueron unas palabras de Bernard Shaw las que me mostraron el camino hacia el estilo de docencia que querría adoptar en un futuro.

Comencé a investigar sobre los beneficios de la actividad lúdica en la enseñanza y descubrí que no tenía que ir muy lejos para encontrarlos.
La misma LOE, ley que regula el sistema educativo español, y el modelo curricular gallego, el documento educativo de referencia para los centros escolares y sus maestros en Galicia a la hora de llevar a cabo sus decisiones educativas, reflejan que cualquier proceso de enseñanza en la infancia debe abordarse desde la actividad lúdica.

Pero si tratamos el binomio juego-educación, debemos pronunciar el siguiente nombre: Friedrich Fröbel. Este pedagogo alemán fue el creador, durante el siglo XIX, de los kindergarten o jardines de infancia, lugares de educación para la infancia que contaban con el juego y el juguete como principales recursos para el desarrollo de los niños. Fröbel forma parte de un grupo de autores cuyas teorías forman la base pedagógica de los modelos curriculares de educación en España. De estos documentos legales se desprende que el juego aúna, entre otros aspectos, acción, movimiento, interacción social, comunicación y pensamiento.

En este sentido, el juego puede aportar grandes placeres como vivir experiencias cercanas y emocionantes mientras uno interactúa con los demás, momentos que pueden permanecer en la memoria durante largo tiempo y donde se crean lazos solidarios. Y todo ello buscando el principal objetivo del juego: divertirse.

Las ventajas comentadas, advierten a los maestros de la necesidad de guiar a los alumnos a través del juego por los diferentes campos del saber. Por ello, un maestro debe partir de los gustos e intereses de sus alumnos y orientarlos, de forma lúdica, hacia nuevos conocimientos. De este modo, estará más cerca de contribuír a que los pequeños produzcan un verdadero aprendizaje significativo, conectando de manera divertida lo que ya saben con los nuevos descubrimientos, encontrando el sentido de lo que aprenden y recordándolo con el paso del tiempo.

Si asociamos estos dos últimos párrafos con las palabras de Shaw, deducimos que empleando el juego como motor educativo transmitimos una visión risueña de la vida, mantenemos el carácter lúdico y vitalista de la infancia, fomentamos ambientes impregnados de afecto, alegría y sentido del humor (tan necesarios en nuestras aulas y sociedad), y sobre todo nos acercamos a que los niños asocien el aprendizaje a sensaciones y sentimientos como la ternura, calidez y felicidad. De este modo, primamos en la educación la calidad humana y el deseo por saber más.
Por si no han sido suficientes las palabras anteriores, todos deberíamos tener claro que el juego como modo de vida no debe ser algo exclusivo y reservado para la infancia.

Jugar constantemente significa aprender constantemente, y el que aplica la actividad lúdica a todos los ámbitos de la vida compra muchos boletos para conseguir el bienestar en su día a día.
El que juega mucho sabe que en la vida se gana muchas veces y se pierde muchas más, y que en ambos casos, hay que saber cómo hacerlo. Si la desgracia entra en la vida del que juega mucho, sabe que como cuando le brillan, encuentran su escondite, falla un penalti o la bola pega en lo más alto de la red y cae en su propio campo, sólo le queda pensar: no pasa nada, hay que seguir jugando.

Luis Aragonés, entrenador de la selección campeona de Europa de fútbol que hizo sonreír y abrazarse a multitudes de españoles en el mismo año que se iniciaba la crisis, repitió de manera efusiva en una rueda de prensa las siguientes palabras: “¡ganar, ganar y ganar… y volver a ganar!”. A mi modo de ver la vida y la educación, todos deberíamos cambiar el verbo ganar por jugar, y pronunciar, con la misma efusividad que el Sabio de Hortaleza, lo siguiente: ¡jugar, jugar y jugar… y volver a jugar!

Así que, tengáis 4, 15, 25, 40 o 70 años, o incluso si sois centenarios, tratad de jugar en las calles, en los patios, en las playas y montañas, en las comidas familiares o en las reuniones de buenos amigos. También cuando amáis, practicáis sexo o algún deporte, mientras estrecháis la mano, abrazáis, disfrutáis de un buen paseo, cantáis, bailáis, leáis, veáis una película, contempláis un cuadro o admiráis las estrellas. Porque las primeras palabras que deberían escuchar los bebés recién llegados a este mundo, o los niños a los que por primera vez se les abre la puerta de una escuela, podrían ser: Pasen y jueguen.

Este artículo es obra del autor invitado David Martiño

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